(Fragmento)
El olor a hospital y el aire molestamente libre de gérmenes de la sala de cuidado intensivo circulaba por las vías respiratorias de Miranda. Tomando de la mano a su abuelita entre las suyas, sentía cómo la vida se escapaba de aquel cuerpo marcado por el paso del tiempo. Esas manos surcadas de venas verdes que tantas veces la habían levantado del suelo, se marchitaban más a cada segundo. La abuela se marchaba, justo cuando ella más la necesitaba, cuando menos quería estar en soledad. Solamente estaban las dos en el cuarto. Las enfermeras entraban y salían por la puerta de vidrio con marco de metal. Frente a ellas, la pared de espejos reflejaba fríamente la tristeza del momento.
Acarició los cabellos plateados y la frente arrugada, debatiéndose entre el dolor de perderla y el deseo inmenso de que abandonara de una vez por todas esa batalla que se lucha entre un cuerpo cansado y un alma incapaz de habitarlo. Cuántos cambios había presenciado esa frágil criatura desde el día de su nacimiento...
Su abuelita había conocido el mundo desintegrado. Había incluso tenido un pasaporte, diferente a la tarjeta de identidad que el Gobierno Central Mundial había expedido ya hacía setenta años. Miranda recordaba de haber jugado de niña, algo que casi no circulaba ya en ningún lugar del planeta.
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